Los crimenes de Oxford
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Los crimenes de Oxford
CRÍTICA por José Arce
Ya desde el mismo instante en el que se presentó “Acción mutante” (1993), estaba claro que acababa de llegar a la industria un director que prometía toneladas de cine de calidad. “El día de la bestia” (1995), “La comunidad” (2000),"800 balas" (2002)… Álex de la Iglesia se ha convertido en un realizador clave en el avance del séptimo arte español, tanto dentro como fuera de nuestras fronteras, gracias a un currículo plagado de comedias que no son tales, de narraciones sólidas y consistentes y de guiños cinéfilos y cinéfagos de incontestable calidad. Y ahora da un salto mortal que esquiva con su habitual soltura, a pesar de no ser su mejor obra.
“Los crímenes de Oxford” se centra en las pesquisas de dos personajes contrapuestos pero condenados a entenderse. Por una parte, el descomunal John Hurt se mete en la piel del profesor Arthur Seldom, objeto de los deseos académicos de un joven estudiante norteamericano, Martin (Elijah Wood), ansioso por que el reputado docente ejerza de tutor de su tesis doctoral. Fascinados por el mundo de los números, las cábalas y las formulaciones matemáticas y filosóficas, los caminos de ambos convergen de manera inevitable cuando descubren el cadáver de una anciana asesinada de un modo genial —aparentemente, su muerte se ha producido de manera natural— que esconde un enigmático símbolo que no es sino el punto de partida de la cadena de horribles actos que da título a la película. Estamos ante una propuesta cinematográfica que se engloba en el catálogo de filmes detectivescos clásicos, en el que el espectador juega al lado de los protagonistas para tratar de dilucidar quién es el responsable de lo que acontece. Todos son sospechosos, nadie confía en nadie, y el final tan válido es el elegido como podría haber sido cualquier otro— oculta una sorpresa para la platea…
Señalábamos al principio de este comentario que Álex de la Iglesia da un salto mortal con este trabajo. Y es cierto, porque a pesar de que bucea sin temor en los parámetros del cine negro con una capa de sano humor cáustico, estamos ante el que quizá sea su proyecto más formal y ortodoxo, aferrado al plano actoral al cien por cien, a los dobles juegos de diálogos y planos, a las trampas, a los giros de guión, por encima del impacto visual. Ante un planteamiento fiel a los parámetros del género en el que se mueve, sin excesivas complicaciones argumentales ni efectismos grandilocuentes de última hora, todo recae en el enfrentamiento de Seldom y Martin: el primero, de vuelta de todo, cansado de la vida y oculto tras los polvorientos volúmenes que le han dotado de tan vasto —y terrible— conocimiento de la existencia y sus misterios; el segundo, inquieto, confiado en sus posibilidades, dispuesto a comerse el mundo apoyado en su creencia ciega en que todo tiene su significado reflejado en los números y los secretos que ocultan. Entre ambos, la belleza humana y carnal de Lorna (Leonor Watling), esencia del deseo de ambos hombres, que centran sus anhelos en la muchacha desde perspectivas y tácticas tan opuestas y enfrentadas como irresistibles para ella.
Sobre este trío de ases articula el realizador todo el esqueleto de su producción. Y si bien es cierto que la narración flaquea en algunos momentos, nunca llega a caer, y se resuelve con acierto la compleja papeleta de mantener nuestro interés a lo largo de una serie de acontecimientos impecablemente presentados, con algunos momentos realmente soberbios —el larguísimo plano secuencia que conduce al primer asesinato— y regalos visuales que entroncan perfectamente con los trabajos anteriores del cineasta —la narración en off de la espantosa historia de Kalman, hipnótica y delirante, protagonizada por el seminal Alex Cox—. Quizá el más flojo, por lo obvio y un tanto inane de su rol, sea el personaje del inspector de policía, un Jim Carter paternal y en ocasiones simplonamente inverosímil, pero necesario para permitir que esta moderna dupla de Sherlock Holmes —aquí no hay Watson que valga— pueda erigirse en centro y objeto de la investigación criminal. Se agradecen, y mucho, las participaciones de una alucinante Julie Cox de mirada ineludible, y del pequeño gran Dominique Pinon, cuyo rostro irrepetible le convierte inmediatamente en el objetivo de las desconfianzas del público, en lo que puede ser una elección acertada… o no. Afortunadamente, “Los crímenes de Oxford” no cae en el saco de lo predecible, y hasta el último momento no descubriremos realmente qué diabólica mente se encuentra detrás de tan maléfico plan.
Ya desde el mismo instante en el que se presentó “Acción mutante” (1993), estaba claro que acababa de llegar a la industria un director que prometía toneladas de cine de calidad. “El día de la bestia” (1995), “La comunidad” (2000),"800 balas" (2002)… Álex de la Iglesia se ha convertido en un realizador clave en el avance del séptimo arte español, tanto dentro como fuera de nuestras fronteras, gracias a un currículo plagado de comedias que no son tales, de narraciones sólidas y consistentes y de guiños cinéfilos y cinéfagos de incontestable calidad. Y ahora da un salto mortal que esquiva con su habitual soltura, a pesar de no ser su mejor obra.
“Los crímenes de Oxford” se centra en las pesquisas de dos personajes contrapuestos pero condenados a entenderse. Por una parte, el descomunal John Hurt se mete en la piel del profesor Arthur Seldom, objeto de los deseos académicos de un joven estudiante norteamericano, Martin (Elijah Wood), ansioso por que el reputado docente ejerza de tutor de su tesis doctoral. Fascinados por el mundo de los números, las cábalas y las formulaciones matemáticas y filosóficas, los caminos de ambos convergen de manera inevitable cuando descubren el cadáver de una anciana asesinada de un modo genial —aparentemente, su muerte se ha producido de manera natural— que esconde un enigmático símbolo que no es sino el punto de partida de la cadena de horribles actos que da título a la película. Estamos ante una propuesta cinematográfica que se engloba en el catálogo de filmes detectivescos clásicos, en el que el espectador juega al lado de los protagonistas para tratar de dilucidar quién es el responsable de lo que acontece. Todos son sospechosos, nadie confía en nadie, y el final tan válido es el elegido como podría haber sido cualquier otro— oculta una sorpresa para la platea…
Señalábamos al principio de este comentario que Álex de la Iglesia da un salto mortal con este trabajo. Y es cierto, porque a pesar de que bucea sin temor en los parámetros del cine negro con una capa de sano humor cáustico, estamos ante el que quizá sea su proyecto más formal y ortodoxo, aferrado al plano actoral al cien por cien, a los dobles juegos de diálogos y planos, a las trampas, a los giros de guión, por encima del impacto visual. Ante un planteamiento fiel a los parámetros del género en el que se mueve, sin excesivas complicaciones argumentales ni efectismos grandilocuentes de última hora, todo recae en el enfrentamiento de Seldom y Martin: el primero, de vuelta de todo, cansado de la vida y oculto tras los polvorientos volúmenes que le han dotado de tan vasto —y terrible— conocimiento de la existencia y sus misterios; el segundo, inquieto, confiado en sus posibilidades, dispuesto a comerse el mundo apoyado en su creencia ciega en que todo tiene su significado reflejado en los números y los secretos que ocultan. Entre ambos, la belleza humana y carnal de Lorna (Leonor Watling), esencia del deseo de ambos hombres, que centran sus anhelos en la muchacha desde perspectivas y tácticas tan opuestas y enfrentadas como irresistibles para ella.
Sobre este trío de ases articula el realizador todo el esqueleto de su producción. Y si bien es cierto que la narración flaquea en algunos momentos, nunca llega a caer, y se resuelve con acierto la compleja papeleta de mantener nuestro interés a lo largo de una serie de acontecimientos impecablemente presentados, con algunos momentos realmente soberbios —el larguísimo plano secuencia que conduce al primer asesinato— y regalos visuales que entroncan perfectamente con los trabajos anteriores del cineasta —la narración en off de la espantosa historia de Kalman, hipnótica y delirante, protagonizada por el seminal Alex Cox—. Quizá el más flojo, por lo obvio y un tanto inane de su rol, sea el personaje del inspector de policía, un Jim Carter paternal y en ocasiones simplonamente inverosímil, pero necesario para permitir que esta moderna dupla de Sherlock Holmes —aquí no hay Watson que valga— pueda erigirse en centro y objeto de la investigación criminal. Se agradecen, y mucho, las participaciones de una alucinante Julie Cox de mirada ineludible, y del pequeño gran Dominique Pinon, cuyo rostro irrepetible le convierte inmediatamente en el objetivo de las desconfianzas del público, en lo que puede ser una elección acertada… o no. Afortunadamente, “Los crímenes de Oxford” no cae en el saco de lo predecible, y hasta el último momento no descubriremos realmente qué diabólica mente se encuentra detrás de tan maléfico plan.
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