John Rambo
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John Rambo
CRÍTICA por José Arce
Lo ha vuelto a hacer, Sylvester Stallone ha demostrado de nuevo, un año después de cerrar de manera más que digna la saga de Rocky Balboa, que nadie mejor que él mismo para dirigir las secuelas postreras de sus más emblemáticos personajes. Y además, logrando salvar la papeleta de forma más que notoria, ya que este capítulo, aparente —sólo aparente— cierre de la franquicia dedicada al soldado más traumatizado y letal del séptimo arte moderno supera con mucho a sus dos hermanas previas, recuperando a la figura protagonista de aquella fantástica “Acorralado” de la que ya han pasado 20 años.
“John Rambo” nos muestra a un personaje ya retirado, más o menos plácidamente, en un hermoso paraje tailandés, dedicado a la caza de serpientes y a la pesca desde el barco en el que vive, aislado del mundo pero torturado por los recuerdos de los horrores que ha visto y protagonizado en el pasado. Cuando un grupo de misioneros católicos requiere de sus servicios para trasladarles al peligroso territorio colindante, en manos de la salvaje guerrilla birmana, acepta a regañadientes. Hasta que son secuestrados, claro, lo que volverá a ponerle de nuevo en activo mal que les pese a sus enjutos enemigos, que tendrán que enfrentarse a la más letal máquina exterminadora del cine de acción de las últimas décadas. Superado el shock inicial de volver a ver a Stallone con esa media melena que tan popular hizo en la década de los noventa, queda claro para el espectador que, aunque vamos a presenciar un espectáculo añejo al más puro estilo ochentero, el director y guionista ha intentado preparar un planteamiento más profundo y deprimente, en la línea del último film protagonizado por el púgil de Philadelphia al que jubiló hace tan sólo unos meses. Hastiado de la vida, abandonado a su suerte tras la muerte de su mentor, el coronel Trautman —al recordado Richard Crenna le habría encantado participar en esta producción—, el pobre —es un decir— ex boina verde malvive esquivando a sus congéneres, esperando que la Parca, o cualquier oriental desquiciado, le saque de este perro mundo. La llegada de los misioneros aporta un mínimo —y a la postre, relativo— halo de esperanza en su existencia, concretado sobre todo en la virginal y purísima Sarah (Julie Benz) y en el tenaz y vehemente Michael (Paul Schulze).
El rapto de los bienhechores despierta en el guerrero la que será la gran aportación a la mitología del personaje: la aceptación definitiva, tajante e inapelable de que él es, simplemente, un autómata asesino, tan sólo al servicio de sí mismo, combatiente sin causa que vive alejado del país que le convirtió en lo que es. En una secuencia de pesadilla, oscuros sueños le atormentan, una acertada sucesión de imágenes que recuperan los fotogramas más cafres de las entregas anteriores. A partir de aquí, el film se convierte, por derecho propio y valga la redundancia, en una auténtica película de Rambo, pero filtrada por una dirección sobria y firme, que no renuncia a la violencia, más bien lo contrario, mostrada sobre todo en un asalto a la aldea campesina rodado de modo brutal y sin concesiones en una planificación a caballo entre las orgías de hemoglobina de Paul Verhoeven y un desquiciado cómic pulp no para todos los públicos, que por su cruda veracidad podría incluso formar parte de una extraña corriente de cine protesta trash destinado a abrirnos los ojos ante una realidad terrible pero no por ello menos cierta.
Es verdad que el guión es prácticamente inexistente y que los diálogos y situaciones son tan maniqueos, tópicos y carentes de profundidad como cabe esperar desde un principio, acorde con unas interpretaciones tan planas como anodinas. Pero, no nos engañemos, la pretensión de “John Rambo” no es otra que entretener, y eso lo consigue sin fisuras a lo largo de una hora y media llena de tiros, vísceras y persecuciones rodadas con brío y un más que suficiente saber hacer por parte de una estrella que vuelve de la oscuridad y que ha logrado que el pretencioso retorno de otro insigne como es el John McClane de Bruce Willis no le llegue a la suela del zapato. Bien por Sly.
Lo ha vuelto a hacer, Sylvester Stallone ha demostrado de nuevo, un año después de cerrar de manera más que digna la saga de Rocky Balboa, que nadie mejor que él mismo para dirigir las secuelas postreras de sus más emblemáticos personajes. Y además, logrando salvar la papeleta de forma más que notoria, ya que este capítulo, aparente —sólo aparente— cierre de la franquicia dedicada al soldado más traumatizado y letal del séptimo arte moderno supera con mucho a sus dos hermanas previas, recuperando a la figura protagonista de aquella fantástica “Acorralado” de la que ya han pasado 20 años.
“John Rambo” nos muestra a un personaje ya retirado, más o menos plácidamente, en un hermoso paraje tailandés, dedicado a la caza de serpientes y a la pesca desde el barco en el que vive, aislado del mundo pero torturado por los recuerdos de los horrores que ha visto y protagonizado en el pasado. Cuando un grupo de misioneros católicos requiere de sus servicios para trasladarles al peligroso territorio colindante, en manos de la salvaje guerrilla birmana, acepta a regañadientes. Hasta que son secuestrados, claro, lo que volverá a ponerle de nuevo en activo mal que les pese a sus enjutos enemigos, que tendrán que enfrentarse a la más letal máquina exterminadora del cine de acción de las últimas décadas. Superado el shock inicial de volver a ver a Stallone con esa media melena que tan popular hizo en la década de los noventa, queda claro para el espectador que, aunque vamos a presenciar un espectáculo añejo al más puro estilo ochentero, el director y guionista ha intentado preparar un planteamiento más profundo y deprimente, en la línea del último film protagonizado por el púgil de Philadelphia al que jubiló hace tan sólo unos meses. Hastiado de la vida, abandonado a su suerte tras la muerte de su mentor, el coronel Trautman —al recordado Richard Crenna le habría encantado participar en esta producción—, el pobre —es un decir— ex boina verde malvive esquivando a sus congéneres, esperando que la Parca, o cualquier oriental desquiciado, le saque de este perro mundo. La llegada de los misioneros aporta un mínimo —y a la postre, relativo— halo de esperanza en su existencia, concretado sobre todo en la virginal y purísima Sarah (Julie Benz) y en el tenaz y vehemente Michael (Paul Schulze).
El rapto de los bienhechores despierta en el guerrero la que será la gran aportación a la mitología del personaje: la aceptación definitiva, tajante e inapelable de que él es, simplemente, un autómata asesino, tan sólo al servicio de sí mismo, combatiente sin causa que vive alejado del país que le convirtió en lo que es. En una secuencia de pesadilla, oscuros sueños le atormentan, una acertada sucesión de imágenes que recuperan los fotogramas más cafres de las entregas anteriores. A partir de aquí, el film se convierte, por derecho propio y valga la redundancia, en una auténtica película de Rambo, pero filtrada por una dirección sobria y firme, que no renuncia a la violencia, más bien lo contrario, mostrada sobre todo en un asalto a la aldea campesina rodado de modo brutal y sin concesiones en una planificación a caballo entre las orgías de hemoglobina de Paul Verhoeven y un desquiciado cómic pulp no para todos los públicos, que por su cruda veracidad podría incluso formar parte de una extraña corriente de cine protesta trash destinado a abrirnos los ojos ante una realidad terrible pero no por ello menos cierta.
Es verdad que el guión es prácticamente inexistente y que los diálogos y situaciones son tan maniqueos, tópicos y carentes de profundidad como cabe esperar desde un principio, acorde con unas interpretaciones tan planas como anodinas. Pero, no nos engañemos, la pretensión de “John Rambo” no es otra que entretener, y eso lo consigue sin fisuras a lo largo de una hora y media llena de tiros, vísceras y persecuciones rodadas con brío y un más que suficiente saber hacer por parte de una estrella que vuelve de la oscuridad y que ha logrado que el pretencioso retorno de otro insigne como es el John McClane de Bruce Willis no le llegue a la suela del zapato. Bien por Sly.
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